
Las elecciones presidenciales de 2025 en Ecuador no solo fueron un momento decisivo para el futuro político del país, sino también un reflejo de las profundas divisiones que atraviesan la sociedad. La polarización entre los partidos ADN y Revolución Ciudadana, exacerbada por el clima de violencia y desconfianza generado por el crimen organizado, se tradujo en un escenario de odio político que inundó las redes sociales. Este fenómeno, lejos de ser un mero intercambio de opiniones, revela una crisis más profunda: la erosión del diálogo democrático y la incapacidad de reconocer al otro como un interlocutor válido.
El odio político no es un problema nuevo, pero en el contexto ecuatoriano adquiere dimensiones alarmantes. Como señaló Max Weber en El político y el científico (1919), “la política es un proceso lento y arduo que requiere paciencia y racionalidad” (p. 78). Sin embargo, lo que hemos visto en las redes sociales dista mucho de este ideal. En lugar de un debate fundamentado, predominan los insultos, las acusaciones infundadas y los discursos de odio. Este comportamiento no solo es antidemocrático, sino que también refleja el contexto violento que vive Ecuador, donde el crimen organizado ha normalizado la agresión y la deshumanización del otro.





Michel Foucault, en El orden del discurso (1970), nos recuerda que “el discurso no es simplemente lo que manifiesta (o oculta) el deseo; es también lo que es el objeto del deseo” (p. 12). En este sentido, el lenguaje utilizado en las redes sociales durante la campaña electoral, en la actualidad, no es solo un reflejo de la polarización, sino también un mecanismo que la profundiza. Las etiquetas deshumanizantes, los memes ofensivos y las fake news no solo desinforman, sino que también legitiman la violencia simbólica, reduciendo al otro a un enemigo al que hay que destruir.





Niklas Luhmann, desde su teoría de los sistemas sociales, aporta una perspectiva adicional. En La sociedad de la sociedad (1997), Luhmann sostiene que “la comunicación es el elemento central de la sociedad, y su degradación afecta a todo el sistema” (p. 45). En el caso de Ecuador, la comunicación tóxica en redes sociales no solo ha dificultado el diálogo entre los partidarios de ADN y Revolución Ciudadana, sino que también ha generado un clima de desconfianza que trasciende lo político y afecta a la cohesión social. Este fenómeno se ve agravado por el contexto de violencia que vive el país, donde el crimen organizado ha sembrado el miedo y la desesperanza.
Frente a este panorama, es urgente replantearnos cómo ejercemos nuestra ciudadanía en el espacio digital. Las redes sociales, lejos de ser un ágora de debate democrático, se han convertido en muchos casos en un campo de batalla donde priman los impulsos emocionales sobre la razón. Esto no significa que debamos renunciar a expresar nuestras opiniones políticas, sino que debemos hacerlo con responsabilidad y respeto. Hannah Arendt en La condición humana (1958), agrega “la política es el espacio de la pluralidad, y esta pluralidad solo puede sostenerse si reconocemos al otro como un interlocutor válido” (p. 220).
En el contexto ecuatoriano, es fundamental que los líderes políticos, los medios de comunicación y la ciudadanía en general asuman su responsabilidad en la construcción de un debate público más sano. Por su parte, los ciudadanos debemos recordar que detrás de cada pantalla hay una persona, y que el anonimato no nos exime de nuestra responsabilidad ética.
La salida a esta crisis no es el silencio, sino la democracia. Como sostiene Boaventura de Sousa Santos en Democracia y transformación social (2016), “la democracia no es solo un sistema de gobierno, sino también una forma de vida que se basa en el reconocimiento mutuo y la construcción colectiva” (p. 102). En este sentido, la solución no pasa por eliminar las diferencias, sino por aprender a convivir con ellas. Esto implica, por un lado, combatir las causas estructurales de la violencia, como el crimen organizado y la desigualdad, y por otro, fomentar una cultura del diálogo y el respeto.
En conclusión, el odio político no solo es un problema moral, sino también una amenaza para la democracia. Las elecciones de 2025 en Ecuador nos han dejado una lección clara: sin diálogo, sin respeto y sin argumentos, la política se convierte en un juego de suma cero donde todos perdemos. Como sociedad, tenemos la obligación de reconstruir los puentes que el odio ha derribado y recuperar la capacidad de discutir sin descalificar, de disentir sin odiar. Solo así podremos asegurar que la democracia no sea solo un sistema de gobierno, sino también una forma de vida.
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